Para visitarlos debemos poner rumbo a la montaña leonesa, cerca ya de los rocosos pasos de montaña que comunican la meseta con Asturias y dirigirnos respectivamente a las pequeñas localidades de Llanos de Alba, Barrios de Luna y la Puebla de Gordón, las tres, como muchas otras de la comarca, apellidadas con el nombre de las fortalezas que un día remoto las protegieran.
Vista
de la cima del Monte del Castillo, solar del mítico castillo de Alba. Magnífica
recompensa para una dura subida.
La razón histórica de estos castillos debe buscarse en los primeros tiempos del reinado de Alfonso III, luego llamado el Magno, cuando el joven monarca, tras lograr asentarse no sin dificultades en el solio ovetense, se dispone a consolidar la labor reconquistadora de su padre, Ordoño I. En efecto, durante el reinado de este último monarca la cristiandad española, aprovechando la debilidad de un emirato ocupado en derrotar a los siempre levantiscos muladíes toledanos, había conseguido rebasar las elevadas cumbres de la cordillera Cantábrica y comenzar la repoblación de la submeseta norte. Amaya (854), Astorga (854) y León (856), las tres antiguas urbes hispanorromanas, constituían los principales bastiones del reino de Asturias en las llanuras meridionales, siendo factible su empleo como cabeza de puente de cara a futuras expansiones por el valle del Duero. Pues bien, consciente el rey Alfonso de que la única manera de asegurar un territorio recién conquistado es repoblándolo con gentes propias, hizo pregonar una serie de generosos fueros destinados a todo aquél dispuesto a trasladarse a la meseta –no podía ser de otra manera al tratarse de una zona en disputa con el emirato de Córdoba-. Poco después numerosos grupos de colonos cruzaban los pasos de montaña para asentarse en la franja de tierra comprendida entre las tres plazas antes citadas, estratégicamente dispuestas a modo de baluartes avanzados, y el farallón rocoso de los Picos de Europa. Tan cumplido éxito de la política regia debía consolidarse a su vez asegurando la supervivencia de aquellos valientes vía la conservación de Amaya, Astorga y León en manos cristianas así como la pertinente fortificación del espacio intermedio anterior de tal modo que los colonos pudieran contar con un lugar fuerte al que acogerse en caso de aceifa musulmana.
Murallas
del recinto interno o principal del castillo de Alba.
Probablemente las primeras fundaciones alfonsíes encuadrables en esta política dentro del sector mesetario correspondiente a la actual provincia de León fueron nuestros castillos de Luna, Gordón y Alba. Señaladas específicamente aunque sin precisar fecha en la crónica de Sampiro --escrita a comienzos del siglo XI por Sampiro, obispo de Astorga— con la escueta nota “Feciam etiam castella plurima et ecclesias multas, sicut hic subscriptum est: In territorio Legionensis Lunam, Gordonem et Alvam…”, los historiadores tienden a situar estas fundaciones hacia el año 872, seis años después del coronamiento de Alfonso III como rey.
Muralla
exterior del castillo de Alba. Obra altomedieval recientemente excavada.
Las tres fortalezas fueron levantadas en la cumbre de otros tantos cerros rocosos situados en los últimos escarpes de la vertiente meridional de la cordillera cantábrica, allá donde una profunda línea de falla separa la Montaña de la Meseta. En los tres casos se trataba de cumbres altísimas, abrumadoramente erguidas sobre el territorio circundante, que dejaban bien a las claras la vocación montañesa de sus constructores. Desde ellas se podían vigilar y controlar fácilmente las comarcas situadas entre la capital legionense y la cordillera Cantábrica. Además, dominaban de cerca las dos vías principales de acceso a Asturias (a grandes rasgos coincidentes con las actuales autopista A-66 y la N-630, hacia levante) por lo que también servían de guardianas del territorio matriz del reino. Terminada esta primera fase de edificaciones, se inició una segunda caracterizada por la construcción de un cierto número de castillos más, anónimos en las fuentes contemporáneas por lo que se les debe suponer de menor entidad, varios de los cuales han sido localizados arqueológicamente en fechas más o menos recientes (recintos fortificados de Peña Cantabria –la Valcueva— y Peña Salona –Boñar--). Incluso se reocuparon algunos antiguos castros prerromanos especialmente estratégicos tras reparar los desperfectos causados en sus murallas por un largo milenio de viento, nieve y lluvias.
Primer
plano de uno de los dos cubos que flanquean la puerta de la muralla exterior
del castillo de Alba. Su inspiración romana, que no factura, es indiscutible.
Aunque los castillos de Alba, Luna y Gordón dejaron de tener importancia estratégica en una fecha relativamente temprana como consecuencia del espectacular avance de la frontera cristiana hasta el Duero acaecido durante el brillante reinado de Alfonso III (fallecido en 911), no por ello fueron desguarnecidos ni mucho menos abandonados hasta varios siglos después. Indudablemente su gran fortaleza, amparada tanto en la reciedumbre de sus muros como en la inaccesibilidad de sus emplazamientos, los convertía en baluartes muy apreciados por los sucesivos monarcas que no dudaban en utilizarlos para los cometidos más delicados. Así, el castillo de Gordón fue utilizado como prisión regia, siendo su más ilustre “huésped” Diego Muñoz, lebaniego que fuera el primero en ostentar el título de conde de Saldaña y que, habiéndose aliado allá por el año 944 con el legendario Fernán González, conde de Castilla, contra el monarca leonés Ramiro II, acabara con sus huesos en las lóbregas mazmorras de la fortaleza mientras su célebre aliado sufría lo propio en las de la capital legionense. En cuanto al castillo de Luna, las crónicas destacan su empleo como caja fuerte de los tesoros del reino de León, lo que desde luego nos habla muy bien de su pretérita inexpugnabilidad. Parece ser que en el año 990 era su tenente Gonzalo Vermúdez, noble castellano de origen alavés que había prosperado en tierra leonesa. Cuenta la crónica de Sampiro que “este hombre extraño (Gonzalo Vermúdez) en nuestra tierra, no obstante a la grandeza a la que lo habíamos elevado, se alzó con nuestro castillo de Luna y con las riquezas que se habían encerrado allí para su custodia”. Parece ser que el origen de esta traición se hallaba en el divorcio del monarca leonés Vermudo II, cuya despechada esposa Velasquita –desde 985— era hermana de Ildoncia, la mujer de Gonzalo Vermúdez, una y otra de la estirpe del finado rey Ramiro II. Derrotado don Gonzalo, fue encarcelado y despojado de sus bienes, si bien sería perdonado poco después, restituidas parte de sus propiedades y aceptado en la curia palatina. Y es que no en vano la dignidad herida del señor de Luna no constituía ni de lejos el problema más acuciante al que debía enfrentarse la monarquía leonesa de finales del siglo X que veía aterrorizada como las huestes califales, dirigidas por el todopoderoso Almanzor, tomaban el camino de Asturias tras destruir y saquear Santiago, Zamora e incluso la capital del reino, León. De hecho, hasta ese momento nada ni nadie había sido capaz de detener al formidable caudillo ismaelita en su resolución de poner de rodillas tanto a los cristianos del oeste peninsular como a los del levante –toma y destrucción de Barcelona-- mientras su señor, el califa Hisham II, moraba ocioso y pusilánime en la maravillosa Medina Azahara. Ahora, como se dijo, Almanzor quería coronar aquel rosario de ininterrumpidas victorias penetrando en el corazón del país enemigo donde habría de hollar y profanar sus símbolos ancestrales de un modo nunca logrado, ni tan siquiera imaginado, por quienes le precedieran al frente de los ejércitos cordobeses. Después todo sería posible para el Islam español, incluso enseñorearse de una vez y para siempre de la totalidad de Hispania. Por fortuna la Historia nos cuenta como el azote de Dios, aquél contra quien nada sirvieron las magníficas murallas romanas de León, Astorga o Barcelona, fracasó ante los míticos castillos de Alba, Luna y Gordón. Ignoramos los detalles de cómo sucedió, pero Sampiro lo deja bien claro en su crónica: Almanzor intentó tomar estas fortalezas, llave de los pasos hacia Asturias, mas no pudo. Quién sabe qué hubiera sucedido de haberlo logrado, de haber conseguido rendir aquellas fortalezas legendarias, encaramadas en lo alto de agudos picachos acariciados por las nubes... He aquí una interesante pregunta llamada a no encontrar respuesta.
Paisaje
que se divisa desde la altísima cumbre del monte del Castillo de Alba.
La última intervención de nuestros castillos en la convulsa Alta Edad Media corresponde otra vez al de Luna, que fuera expugnado en el año 1005 por las tropas combinadas del conde Sancho García de Castilla y las de Abd al-Malik, hijo y heredero del temido Almanzor. Sorprende la alianza del castellano con el andalusí máxime cuando tradicionalmente había sido el condado de Castilla el más reacio de los estados cristianos a la hora de contemporizar con el agareno. Sea como fuere, es evidente que el hecho de que el castillo de Luna siguiera custodiando los tesoros del reino de León constituía un estímulo demasiado poderoso para los codiciosos caudillos de la época.
Mientras Castilla y León permanecieron unidos bajo una misma corona los castillos de Alba, Gordón y Luna no sufrieron más ataques que los musulmanes anteriormente reseñados. Es de hecho en este marco histórico cuando en febrero de 1073, reinando en Castilla, Galicia y León Alfonso VI, éste se las arregla para apresar por medio de engaños a su hermano menor, el destronado rey García I de Galicia, que viera así fracasar su postrer intento de recuperar la corona que su padre, el gran Fernando I, le legara. El rey Alfonso no tendría mucha piedad de su hermano, enviándolo cargado de cadenas a las mazmorras del castillo de Luna, donde permanecería diecisiete largos años o lo que es igual el resto de su vida. Cuentan los textos medievales que el desdichado rey García solicitó en su testamento ser sepultado con sus cadenas pues con ellas había vivido.
Los
restos del castillo de Luna erguidos sin inmutarse sobre el abismo desde hace
más de once siglos...
La muerte del emperador Alfonso VII en 1157, que trajera la nefasta separación de Castilla y León bajo dos monarcas distintos, iniciaría un periodo de fricciones entre ambos reinos que derivaría finalmente en una serie de conflictos armados durante los que, nuevamente, los castillos de Alba, Luna y Gordón iban a tener un cierto protagonismo. En 1188 entran en la órbita castellana los castillos de Alba y de Luna al pasarse a este bando el linaje de los López de Haro, tenentes de ambas fortalezas por decisión del rey Fernando II de León, hijo del finado Alfonso VII. Sólo en 1194 conseguirá recuperarlos el rey Alfonso IX de León, heredero de Fernando, merced al llamado tratado de Tordehumos, a la sazón inspirado por la intervención del legado pontificio enviando a la península con el objetivo de poner fin a la estéril guerra que socavaba las fuerzas de los dos estados cristianos más fuertes de Hispania mientras el peligrosísimo imperio Almohade se acercaba al cenit de su poder en tierras de África. Sin embargo la precaria paz lograda en aquella ocasión no habría de durar mucho tiempo: en 1196, con ocasión de los desacuerdos y más que duras palabras habidas entre los monarcas castellano y leonés a raíz de la derrota castellana de Alarcos (1195), vuelve a estallar el conflicto ente los dos reinos. Así, tras unos primeros compases favorables a Alfonso IX, las tropas de Alfonso VIII de Castilla penetran profundamente en territorio leonés, ocupando, entre otras fortificaciones, los castillos de Gordón y Alba. Aunque Luna consiguió resistir la embestida castellana, lo cierto es que pasaría también a Castilla en 1206 a resultas del tratado de Cabreros. En manos de este último reino permanecerán hasta 1212 en que, aprovechando un momentáneo debilitamiento de la línea de defensa castellana por estar sus mejores tropas empeñadas en la campaña contra los almohades que concluiría en la batalla de las Navas de Tolosa, Alfonso IX retoma Gordón y Luna a pesar de la clara y contundente amenaza de excomunión que pesaba sobre todo aquél que osara atacar los dominios de los monarcas embarcados en la mencionada campaña contra los almohades.
Ruinas
del castillo de Gordón, cristianizadas por la cruz de la fotografía, de
cronología contemporánea. En su estado actual corresponden a las reformas de
los siglos XIII-XIV.
Ni Gordón ni Alba sobrevivirían a éste, su último periodo de actividad militar. El primero, según la crónica Tudense, sería mandado destruir por el rey Alfonso IX, probablemente por que se había mostrado más útil para el invasor enemigo que como defensa del reino. El segundo, que había sido donado al concejo de la ciudad de León poco antes de la conquista castellana de 1196, vería progresivamente suprimidas sus competencias administrativas sobre el territorio circundante lo que ocasionaría un proceso de irreversible decadencia que culminaría en su abandono definitivo en algún momento de la primera mitad del siglo XIII. Como se ve, sólo el castillo de Luna entraría en la Baja Edad Media como lugar guarnecido, azar que puede explicarse por su inclusión en el agudo proceso de señorialización que caracterizara el bajomedievo castellano-leonés. Así, en 1369 pasa a poder del poderoso linaje de los Quiñones que lo retendrían como cabeza de un señorío cada vez más grande hasta el punto de constituir un estado nobiliario al estilo de la época. Se trata del condado de Luna, instaurado por el rey Enrique IV en la persona de su primer titular, don Diego Fernández de Quiñones.
Localización de los castillos de Alba, Luna y Gordón. Cómo visitarlos. Descripción.
Los escasos restos del castillo de Luna se pueden contemplar en el coronamiento de la presa del embalse de Luna, por el que pasa una carretera secundaria. Pervivió en razonable buen estado –aunque bastante modificado con respecto a la obra altomedieval—hasta la década de los 50 en que la construcción de la citada presa lo destruyó casi por completo. Apenas se ven un par de gruesos muros de mampostería, último vestigio de las poderosas torres con que contara el castillo –era conocido como las Torres de Luna más que como el castillo de Luna--, desafiando la gravedad a decenas de metros de altura sobre el nivel del valle donde se asienta el núcleo urbano de Barrios de Luna. La falta de barandillas ni nada que se le parezca convierte en peligrosa la visita por lo que se deben extremar las precauciones. Hacia el extremo opuesto de la presa viniendo de los Barrios existen algunos restos más de la fortaleza. No obstante, advierto desde la propia experiencia que resulta peligrosísimo acercarse a ellos, no siendo en absoluto recomendable hacerlo por mucho interés que se tenga.
El
cerro del Castillo de Gordón, brillante a la luz del mediodía.
Las ruinas del castillo de Gordón se hallan en un alto cerro situado a medio camino entre la Puebla de Gordón y la aldea de los Barrios, dependiente de aquélla. La carretera pasa al pie del cerro –sencillo de reconocer gracias a su mayor porte y señorío-- por lo que llegar a la base de éste no es complicado. Sí que resulta algo más difícil alcanzar los viejos muros cuarteados, sobre todo porque requiere de una cierta forma física. El riesgo es bastante bajo aunque reseñable dada la abundancia de rocas sueltas que pueden poner en peligro los tobillos y rodillas de los menos precavidos. Si bien muy arrasado por el tiempo y la acción de los hombres –no olvidemos que fue hecho desmantelar en tiempos de Alfonso IX— todavía conserva las suficientes estructuras visibles como para poder reconstruir sin mayor problema una planta aproximadamente rectangular, con largos tramos de muralla rectilíneos así como flanqueada en tres de sus esquinas por falsos cubos más otro macizo, bastante degradado, en la esquina restante.
Fragmento
de la muralla del castillo de Gordón.
Cuatro metros de Historia viva.
En cuanto al castillo de Alba, se debe decir que es, con mucha diferencia, el que presenta un acceso más dificultoso. Lo malo es que el buen estado de sus estructuras altomedievales recientemente excavadas, fruto del aislamiento que siempre le ha proporcionado su emplazamiento, le hacen también con mucha diferencia el más interesante de los tres. Se encuentra en la cima del llamado monte Castillo, topónimo éste, como se ve, alusivo no a un cerro sino a una auténtica montaña, alta e imponente. Sin duda es uno de los castillos españoles situados a mayor cota relativa sobre el terreno circundante. Lo cierto es que hoy en día se puede llegar en coche hasta sus proximidades utilizando la pista de zahorra construida por cierta cantera aneja. Sin embargo es poco probable que le den a un particular permiso para emplear esta vía, ya que existe una fuerte polémica entre los responsables de la mencionada cantera y la gente de la comarca originada por el hecho de que la viabilidad de la primera pasa ineludiblemente por explotar el monte Castillo, lo que eventualmente supondrá la destrucción total del castillo de Alba. De hecho la excavación del castillo se está acometiendo con carácter de urgencia --la junta de Castilla y León ya ha dado su aprobación para el futuro desmantelamiento del castillo--, financiada, eso sí, por la cantera propietaria del terreno que a cambio del menoscabo al Patrimonio histórico se ha ofrecido a subvencionar el estudio de los restos.
Aparte de por la pista antes citada también se puede llegar al castillo de Alba utilizando cierta vereda que sale de la N- 630 a la altura de la pequeña aldea de Peredilla cercana a la Robla. Aunque no es una subida más peligrosa que la del castillo de Gordón sí que resulta mucho más exigente desde el punto de vista físico. En realidad sólo es recomendable para personas con una forma física aceptable ya que, insisto, el ascenso por la falda de la montaña, muy empinada y cubierta de lascas de caliza disgregada, se llega a hacer realmente duro. Ahora bien, quien consiga llegar arriba podrá disfrutar a partes iguales de unas vistas maravillosas y el intenso sabor de unos restos históricos únicos. Éstos se distribuyen en dos recintos sucesivos, compuestos por sólidas barreras amuralladas edificadas en una recia mampostería caliza aglomerada con mortero de cal de buena calidad. Aunque no abundan en su perímetro los dispositivos poliorcéticos tipo torres y similares –característica ésta propia de la fortificación altomedieval— merece la pena destacar la impresionante puerta del recinto inferior, excelentemente conservada. Se trata de un vano de acceso directo –se han localizado in situ sus dinteles— flanqueado por dos poderosos cubos circulares peraltados y macizos (al menos así lo es la parte del alzado que ha llegado hasta nosotros). Su inspiración tardorromana, que no factura, es evidente, recordando a los cubos de las murallas de León, Gijón, Bergidum o Astorga, las cuatro vueltas a la vida en un momento anterior o contemporáneo al de la construcción del castillo de Alba y que a buen seguro constituían la principal fuente de inspiración para los alarifes cristianos de la época.
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