miércoles, 23 de enero de 2013

FORNACIS y el Cerro de Hornachuelos.

Aunque todavía no se ha podido demostrar con seguridad, todos los indicios apoyan la identificación del oppidum hispanorromano de Fornacis con las ruinas localizados en el cerro de Hornachuelos, término municipal de Ribera del Fresno, provincia de Badajoz.
 
El cerro de Hornachuelos es la principal y casi única elevación (465 metros de altitud) que se yergue en una zona fundamentalmente llana, situada en pleno valle medio del Guadiana, en las proximidades del río Matachel. Desde su cumbre se descubre un amplio territorio, detalle éste que la convierte en una excelente atalaya tanto para el control del cauce del cercano Matachel  como de la vieja Cañada Real Sevilla-Madrid que a su costado discurre, vía a la sazón de comunicación entre el meridión y el centro peninsulares desde los remotos tiempos de la prehistoria. Por otra parte, su importante altitud relativa respecto al territorio circundante así como la acusada pendiente de sus laderas (a excepción de la meridional, más accesible) le confieren un interesante valor defensivo que, unido a su excelente posición estratégica en relación a la red de comunicaciones de la zona y a la existencia de buenos campos de labor así como de yacimientos de galenas argentíferas próximos constituyen un abrumador conjunto de argumentos a la hora de entender el motivo de la elección de este emplazamiento como lugar de asentamiento humano.
 
Fornacis. Vista del recinto superior desde el punto central del recinto inferior, en las proximidades del gran aljibe rectangular.
 
Los primeros indicios de habitación de Hornachuelos se remontan al periodo final del Calcolítico (entre 2000 y 1900 años a.C.). Los restos excavados corresponden a un pequeño asentamiento fortificado (muralla de piedra tosca ligada con barro, flanqueada con bastiones semicirculares típicos de la época) localizado en la parte más alta del cerro, a una cota ligeramente mayor que la del futuro asentamiento hispano-romano. Una potente capa de cenizas sella el último nivel estratigráfico correspondiente a esta época, elocuente indicio de una destrucción rápida y violenta a manos del fuego.
Hornachuelos permanecería deshabitado durante cerca de dos mil años. Finalmente, a mediados del siglo II a.C., poco después del final de las guerras lusitanas (147 – 139 a.C.), a la sazón concluidas con la conquista romana de la zona, el lugar vuelve a repoblarse (a diferencia de otros asentamientos cercanos, Hornachuelos no conoció poblamiento protohistórico).
 
Restos de la muralla calcolítica del primer asentamiento que hubo en el cerro de Hornachuelos.

 
Las excavaciones han puesto al descubierto un asentamiento de 5 hectáreas de superficie en el que se pueden distinguir dos áreas claramente diferenciadas, correspondientes a otros tantos amesetamientos concéntricos del cerro, cada una de los cuales debió poseer, a juzgar por los bruscos taludes que aún hoy exhibe el terreno, su propia muralla, ya fuera de de piedra o terrera (la meseta inferior no parece que poseyera nunca una muralla de mampuesto). Las estructuras localizadas, todas ellas en el recinto superior, corresponden a una serie de manzanas de casas, de plata rectangular, adosadas entre sí y abiertas a ambos lados de una calle principal que discurre en la dirección longitudinal del cerro. En la actualidad sólo se conservan sus zócalos de mampostería ya que los alzados de adobe debieron degradarse hace mucho tiempo. Las cubiertas fueron, en principio, bastante simples, ramajes y barro, no detectándose la presencia de tégulas romanas hasta los primeros años del siglo I d.C. Esta clase de urbanismo, poco desarrollado en razón de la ausencia de edificios públicos, pobres infraestructuras básicas, etc, impide calificar al asentamiento de Hornachuelos de ciudad, considerando este concepto dentro de la óptica romana. Sí que encaja, no obstante, dentro del concepto de oppidum, a saber un lugar fortificado de razonables extensión y dominio sobre el entorno pero sin llegar a la categoría de civitas.
 
Éstos son los restos mejor conservados de la muralla romana de Fornacis, erigida a finales del siglo I a.C.
 
Sabemos gracias a Plinio el Viejo que los romanos llamaban Beturia al territorio comprendido entre el río Guadiana y Sierra Morena. Se trataba de una denominación de tipo geográfico, carente por tanto de sentido político, jurídico o administrativo así como anterior a la división de la Hispania Ulterior en Hispania Ulterior Bética e Hispania Ulterior Lusitana. La mitad oriental de esta Beturia, poblada por el pueblo túrdulo, era la Beturia Túrdula, la occidental, ocupada por los célticos, era la Céltica. Aunque Plinio nos proporciona los nombres de los oppida betúricos más importantes, auténticos municipios romanos ya en la época en que redactara su célebre Historia Naturalis, no menciona ningún lugar que pueda relacionarse con el asentamiento del cerro de Hornachuelos a pesar de su evidente fundación romana y pujanza durante más de dos siglos. Algo más de suerte tenemos con Ptolomeo que cita la “ciudad” de Fornacis entre los turdetanos de la Bética. Las coordenadas que proporciona –8º 30´ O y 38º 50´ N—puestas en relación con las propias de otras ciudades próximas cuyo emplazamiento conocemos con seguridad permiten ubicar a Fornacis en la zona del oppidum de Hornachuelos, topónimo éste que por otra parte presenta una cierta semejanza fonética con la palabra Fornacis. Si a estos argumentos le unimos el carácter estratégico del paraje, explicado anteriormente, y la relativa entidad de los hallazgos arqueológicos (de los que la cercana villa de Hornachos, competidora de Hornachuelos por la identificación de Fornacis, carece) que evidencian la pretérita existencia de un antiguo oppidum betúrico, podemos admitir como verosímil la identificación del asentamiento del cerro de Hornachuelos con la Fornacis ptolemaica.

Muralla excavada de Fornacis, correspondiente al sector del poblado. Como se ve, sirve como muro trasero de algunas casas.
 
Los abundantes hallazgos numismáticos realizados en el cerro de Hornachuelos a lo largo de los tiempos atestiguan unas relaciones comerciales bastante intensas entre Fornacis y el valle del Guadalquivir así como con la región del valle medio del Ebro. Sin duda el asentamiento debió ser bastante próspero aunque no lo suficiente para alcanzar la categoría de municipio romano que otros oppida cercanos (los que cita Plinio) lograran con el paso de los años y el avance de la romanización. Parece ser que el motivo de esta falta de proyección histórica está relacionado con la fundación de Emérita Augusta en el año 25 a.C. En muy poco tiempo la nueva colonia augustea monopoliza todo el protagonismo en la zona. Prueba de ello es, para el caso que nos ocupa, la caída en desuso de la antigua senda norte-sur que pasaba por Fornacis en beneficio de otra ruta paralela, la hoy llamada ruta de la Plata, con Emérita como jalón principal en el valle medio del Guadiana. Ni que decir tiene que esta alteración en las rutas comerciales locales debió suponer un duro golpe para Fornacis del que ya no se recuperaría. Sus habitantes irían dejando progresivamente el asentamiento en dirección a los oppida y ciudades próximas, menos alterados por esta medida. En efecto, la arqueología indica que para finales del siglo I d.C., todo lo más primer cuarto del siglo II d.C., el lugar ya estaba abandonado.
 
Torre hueca y redonda (al menos en apariencia) del extremo SE de la muralla.

 
Las gentes de Fornacis ocuparían el recinto superior durante el siglo I a.C. Tras sufrir un incendio, se trasladan al recinto inferior, que ocupa las dos terceras partes de la superficie del cerro, a principios del siglo I d.C. Aunque es una zona menos defendible, resulta más cómoda de habitar en razón de su mayor extensión, menor cota relativa respecto a los campos circundantes y mayor protección frente a los vientos del norte. Aquí excavaran en la roca (si es que no estaba hecho de antes) un gran aljibe rectangular, realmente digno de verse.
 
Arriba, allá en el recinto superior, quedaron los restos abrasados del antiguo habitat, rodeados de una muralla cuyos restos todavía son susceptibles de estudio. En realidad, el sistema defensivo de Fornacis fue evolucionando con el paso del tiempo. En un principio contó con una muralla de piedra seca poco imponente, precedida de un profundo y ancho foso en lo que constituye un reflejo evidente de las prácticas campamentales romanas. Los excavadores la fechan en la mitad del siglo II a.C., esto es contemporánea de la fundación del asentamiento. Posteriormente este foso fue cayendo en desuso. Tras colmatarse se erigió una nueva muralla sobre él, culminada por una empalizada de madera (finales del siglo I a.C.). Esta muralla es la que hoy en día puede verse, a fragmentos, delimitando el perímetro del amesetamientos superior del cerro de Hornachuelos. Las zonas mejor conservadas muestran un  aparejo de sillarejo tosco ligado con mortero de barro. Se trata del paramento externo de un sistema de triple hoja convencional, fácil de apreciar en el lienzo excavado y consolidado en el sector de las viviendas, que por cierto utilizan la muralla como muro trasero. Esto no es de extrañar habida cuenta la poca relevancia constructiva de esta fortificación (apenas 1,5 metros de espesor), obviamente erigida para delimitar el poblado más que para protegerlo.
 
Gran aljibe rectangular excavado en la dura roca del cerro de Hornachuelos, allá en recinto inferior.
 
En las proximidades del vértice suroriental del recinto superior, flanqueando con toda probabilidad el camino de acceso a éste desde el inferior –el actual debe coincidir con el antiguo-- se encuentran los restos, muy arrasados, de una torre de planta aparentemente circular y hueca. Al estar casi soterrada no se puede interpretar su sistema constructivo si bien se debe suponer similar al del reto de construcciones defensivas. Desde esta torre y hacia el oeste pueden observarse sin dificultar algunos restos más de la muralla de Fornacis si bien hoy en día se encuentran tan enterrados que sólo es posible restituir su trazado.

Traza de la muralla romana de Fornacis, junto a la torre surorioental.
 
Centrándonos ahora en el aspecto numismático, parece ser que la ciudad de Fornacis emitió hacia el 50 a.C. una muy reducida emisión de Ases y Cuadrantes con leyenda BALLEIA (inscripción ésta todavía no satisfactoriamente interpretada). La razón de ubicar la ceca que batiera estas monedas en el cerro de Hornachuelos descansa en que la gran mayoría de los escasos ejemplares conocidos fueron encontrados en el propio cerro durante las excavaciones arqueológicas o en sus proximidades vía hallazgos fortuitos.
 
Los contados ejemplares de As de Balleia conocidos presentan un diámetro medio de 30 mm por 18 gramos de peso. En el anverso aparece una cabeza masculina a derecha de pobre arte precedida por un elemento no indentificado. En cuanto al reverso, se muestra en el tercio superior un hacha bipenne en posición horizontal, en el centro leemos la palabra BALLEIA también horizontal, por último el tercio inferior se encuentra ocupado por una suerte de elemento no identificado aunque aparentemente de naturaleza vegetal.
 
Los cuadrantes presentan un tamaño medio de 15 mm y un peso de 3,8 gramos, siendo considerados cuadrantes y no otro divisor precisamente por esa metrología. Aunque también muy escasos lo son significativamente menos que los rarísimos ases. El anverso es similar al de los ases, con una cabeza masculina de pobre arte a derecha. El reverso, bastante vistoso, exhibe en su centro una luna creciente en posición horizontal rodeada en su parte superior por tres estrellas. Debajo, curvada, la leyenda BALLEIA nos permite identificar con seguridad la moneda. A continuación podemos ver tres cuadrantes correspondientes a esta escasísima emisión.
 
Se atribuye también al oppidum de Hornachuelos la acuñación de cierta serie de plomos monetiformes con leyenda púnica BGLT. De momento han sido muy poco estudiados aunque lo cierto es que se han encontrado bastantes de estos plomos en Hornachuelos y sus proximidades.