lunes, 12 de septiembre de 2011

La Usurpación de Magnencio. 350 – 353 d.C. –2ª Parte--.

El día 25 de diciembre del año 350 d.C., Constancio II, a la cabeza de las fuerzas reunidas del ejército de oriente, se entrevista con el emperador Vetranio allá en la ciudad de Naiso, la actual Nis, en Serbia, ubicada en el territorio controlado por este último. Atrás quedaba una campaña persa resuelta satisfactoriamente así como un apresurado retorno a occidente siempre con el peligro de que Magnencio decidiera aprovechar la ausencia del ejército de oriente para atacar al hijo de Constantino el Grande, todo ello sin olvidar incrementar sus fuerzas en el proceso.

Los diversos autores clásicos que trataron tan importante reunión nos ofrecen diferentes versiones de lo sucedido, más o menos creíbles en función de su proximidad a Constancio II y por ende necesidad de ganar su favor por medio de adulaciones, lisonjas y demás panegíricos varios. No obstante todos coinciden en afirmar que, al término de ésta, Vetranio había renunciado a su diadema imperial en beneficio de Constancio, aceptando en su lugar un confortable retiro como ciudadano privado en la ciudad bitinia de Prusa, donde le fueron concedidas importantes propiedades.

Dueño, pues, Constancio de la parte del imperio que dominara Vetranio, el ejército del Ilírico reconoce a su nuevo señor no sin ciertas suspicacias. No en vano se trataba de una tropa mayoritariamente pagana que estaba empezando a mirar con demasiado buenos ojos al tolerante Magnencio, quien de hecho contaba con numerosos paganos de origen ilírico en su ejército, empezando sin ir más lejos por sus dos unidades de élite: los herculani y los ioviani. He aquí una nueva prueba del dominio del arte de la oportunidad por parte de Constancio: alargando al máximo, a fuerza de negociaciones contemporizadoras, el tiempo disponible para resolver sus compromisos bélicos y rearmase, todo ello sin dejar de calcular con suma habilidad el momento preciso de relevar a Vetranio antes de la defección de sus soldados, que ya se preveía próxima en aquella fría Navidad del 350.

Murallas de Emona a la altura de la puerta que daba el acceso a la ciudad por el sur.

Enterado Magnencio, allá en sus feudos occidentales, del resultado de esta entrevista, tan radicalmente contrario a sus intereses, no tarda en comprender que las negociaciones se han acabado y que sólo a través de la acción armada puede afianzar definitivamente su trono. Es por ello que de inmediato empieza a aprestar su ejército, lo que supone una auténtica declaración de guerra vigorosamente replicada por Constancio vía el nombramiento como César --15 de marzo de 351-- de su primo Galo (Constancio Galo), con la misión expresa de vigilar la frontera con los persas. El mensaje para Magnencio es tan claro como contundente: a diferencia del año anterior, Constancio está dispuesto a solucionar el problema de la usurpación de una vez por todas, hasta el punto de consentir en delegar parte de su autoridad con tal de no tener que abandonar la lucha en occidente para reemprenderla en oriente en caso de ataque persa.

Magnencio será el primero de los dos contendientes en ponerse en camino hacia la guerra (verano de 351). Semejante decisión resulta del todo lógica considerando la inferioridad numérica en que la abdicación de Vetranio ha dejado al usurpador franco, que posee un solo ejército de campaña frente a los dos de su enemigo, desventaja ésta sólo remontable vía una campaña rápida y decidida que le permita adquirir una posición estratégica lo suficientemente firme para encarar con garantías el ataque de su enemigo.

Por obvias razones tanto estratégicas como geográficas serán las provincias ilíricas el lugar donde se dirimirá el resultado de la lucha. Bastante accidentadas en su relieve así como salpicadas de ciudades de gran tamaño dotadas de poderosas fortificaciones, su dominio resulta clave para ambos contendientes y  muy especialmente para Magnencio: mucho más débil en caballería que su oponente pero más fuerte en infantería, sino en número de legionarios al menos sí en la capacidad operativa de éstos, por lo que le conviene muchísimo combatir en lugares estrechos como terrenos accidentados o plazas amuralladas donde a la caballería le cuesta mucho maniobrar. Cualquier cosa con tal de no tener que guerrear en las llanuras de la Galia, donde sin duda habría de verse en atemorizadora inferioridad de condiciones.

Las imponentes murallas de Siscia que fueran superadas a fuerza de acero por las tropas galas de Magnencio.

Los primeros compases de la contienda resultan bastante favorables para Magnencio que bate a la vanguardia del ejército de Constancio en la conocida como batalla de Emona, la actual Ljubljana, en la costa del Adriático, no lejos de Aquileia, esta última bajo control de usurpador. Ocupada la citada plaza, de considerable valor estratégico por estar en el camino principal a tierras galas, Magnencio avanza sin oposición por la vecina Panonia. Le sale al paso la ciudad de Siscia (actual Sisak, Croacia), la cual es tomada al asalto por la infantería gala. Se trata de una captura del más alto interés toda vez que posee una ceca monetal totalmente operativa, la cual es reactivada de inmediato por el usurpador occidental, siempre ávido de legitimidad. El siguiente objetivo hacia levante es la gran urbe de Sirmium (actual Sremska Mitrovica, en Serbia). No sólo es la capital de la provincia de Pannonia y la llave de toda la región ilírico-danubiana sino también la plaza mejor fortificada en muchas leguas a la redonda, idónea por tanto para encastillarse en espera del grueso del ejército de Constancio. Con la pestreza y decisión que siempre caracterizara a los movimientos de Magnencio, el ejército comitatense de la Galia ataca sin dilación las poderosas murallas defendidas por una guarnición aguerrida y numerosa. Los legionarios occidentales demuestran porqué son considerados la flor y nata del ejército romano, no dejándose amedrentar por tamaño despliegue de defensas. Sin embargo la falta de material de asedio adecuado acabará por erguirse como un obstáculo infranqueable, obligando a Magnencio a ordenar una retirada que supone el principio del fin de su más que turbulento reinado. Pero no adelantemos acontecimientos, de momento limitémonos a observar al ejército de la Galia avanzando hacia el norte, camino del corazón de las provincias danubianas. Y es que rechazado en Sirmio, a la sazón la llave de la calzada que enlaza con los dominios originales de Constancio, su mejor opción es proseguir con la expugnación de los puntos clave de la región. Para ello el usurpador Magnencio no vacilará en imprimir un recio paso a sus huestes. Está claro que tiene prisa por concluir la campaña debido a que la economía de la mitad occidental del imperio, de lejos más débil que la de la oriental, está empezando a resentirse seriamente a consecuencia de los enormes gastos militares del último año.

Entretanto Constancio ha concluido el aprestamiento de su ejército y está preparado para la batalla. Aunque cuenta con un ejército bastante mayor que el de su oponente, sabe de sobra que no debe confiarse. No en vano Magnencio es un militar de carrera con amplísima experiencia en el campo de batalla, siendo también sus tropas de un nivel a la altura de su comandante. El hijo de Constantino también conoce que su mejor baza es la caballería acorazada que lo acompaña, los magníficos catafractos. Copiados de las unidades del mismo nombre del imperio persa, han probado en bastante ocasiones su efectividad frente a la infantería pesada romana, eso sí: siempre y cuando se los despliegue y utilice apropiadamente, para lo cual se necesita forzosamente un campo de batalla amplio, llano y lo más despejado posible. Constancio también posee un nutrido cuerpo de arqueros a caballo: tropa típicamente oriental que no tiene similar en el ejército de Magnencio. Al igual que los catafractos se trata de unidades muy útiles contra infantería siempre y cuando se empleen en un campo de batalla extenso y sin obstáculos donde los jinetes arqueros, pobremente armados para el combate directo, no puedan ser acorralados por los infantes. Considerando todo esto no debe extrañarnos que Constancio se mueva con suma prudencia, procurando que Magnencio no le arrastre a una batalla en un lugar inadecuado para las características de su ejército, harto frecuentes por otra parte en una provincia más bien montuosa como es la Panonia. De esta manera ha conseguido evitar ya más de una emboscada por parte de su enemigo si bien al precio de tener que retirarse hasta en dos ocasiones, lo que presenta el grave inconveniente de dejar las manos libres a Magnencio a la hora de expugnar las plazas principales de la región.

Las ruinas de Sirmium, recientemente desenterradas.

La actual ciudad croata de Osijek, entonces conocida como Mursa Maior, fue la primera ciudad de entidad con la que se encontró el ejército de Magnencio en su devenir hacia el norte. Formalizado el asedio de la plaza, nuevamente la escasez de material de sitio se revela como un obstáculo insuperable para las fuerzas galas. Enterado del ataque de Magnencio, Constancio, que aguarda al acecho en la cercana ciudad de Cíbalis (actual Vinkovici, en Croacia) se percata de que su oportunidad ha llegado: Mursa Maior está rodeada de una extensa planicie. Si la ciudad sigue aguantando como al parecer lo está haciendo, puede darle tiempo a desplazar su ejército hasta allí y forzar una batalla campal en un lugar perfecto para las elásticas maniobras de su potente caballería. Así sucederá en efecto: en la amanecida del 28 de septiembre del 351 ambos ejércitos quedan frente a frente a poca distancia de las murallas de Mursa ante la desesperación de Magnencio que se ha jugado todas sus cartas a tomar la ciudad, lo que no ha conseguido, en lugar de ordenar una retirada a tiempo.


Constancio, siempre astuto, envía a su prefecto del pretorio, Flavio Filipo, a parlamentar con Magnencio. Porta una oferta de paz que a buen seguro sabe que el usurpador va a rechazar: si se retira le dejara conservar la Galia pero no el resto de su imperio occidental. Y es que el verdadero objetivo de Constancio es que su lugarteniente examine el poderío del enemigo a fin de diseñar en consecuencia la estrategia de la batalla. Finalizado el parlamento con una arrogante negativa de Magnencio, que propone su propia oferta de paz igual de desequilibrada que la de Constancio, Flavio Filipo retorna a sus filas. Poco después le sigue el franco Silvano, general de caballería de Magnencio que a la cabeza de sus tropas ha desertado de sus filas, aumentando aún más la diferencia de fuerzas entre los contendientes. Confrontada la información proporcionada por uno y otro, Constancio decide un orden de batalla clásico con la infantería en el centro, la caballería en las alas y los arqueros en la retaguardia, los de a pie, así como desbordando las alas de caballería pesada en el caso de los montados. Sus tropas ascienden a poco más de 80000 soldados, más del doble de los 36000 que opone Magnencio, cuya formación en orden compacto, aunque poco maniobrable, parece la única capaz de hacer frente a la oleada de músculos y hierro que se espera de los catafractos.

Ascendía el sol en el cielo aquella mañana del 351 y los dos ejércitos romanos habían concluido de similar manera los preparativos para el inminente combate. El comportamiento de sus comandantes, sin embargo, no puede ser más distinto: mientras Magnencio cabalga por entre sus tropas animándolas a voz en grito, al más puro estilo germánico, Constancio prefiere dar las últimas instrucciones a sus generales y retirarse a una iglesia cercana a orar devotamente sobre la tumba de cierto mártir local muy venerado. Inmejorable resumen, más allá de los nombres propios de sus participantes, del choque entre dos concepciones del mundo: la occidental pagana y la oriental cristiana: en muchos aspectos contrapuestas así como condenadas a disputarse el dominio espiritual de aquel mundo romano decadente.

Tras unas primeras tentativas de escaramuza por parte de Magnencio  hábilmente abortadas por los generales de Constancio, son éstos quien, al filo del mediodía, ordenan la apertura generalizada de las hostilidades mandando cargar al ala izquierda de su caballería sobre el flanco derecho enemigo. Entre terribles relinchos, el atronador retumbar de brutos al galope y los gritos de sus jinetes, la formidable caballería de oriente se aproxima hacia las filas galas envuelta en nubes de polvo. Su avance parece realmente incontenible por parte de las hileras de legionarios que se encuentran en su camino. En ese momento la infantería de Constancio comienza a marchar también hacia el enemigo al objeto de estrangularlo entre la caballería que carga por su izquierda, ellos por el centro y la límpida corriente del río Drave por la derecha, en la que ambos ejércitos han decidido apoyarse para salvaguardar uno de sus flancos.

El impacto de la caballería acorazada resultará tan terrible como se esperaba. El ala derecha de Magnencio se desmorona como un castillo de naipes, eliminando de la ecuación de la batalla a la práctica totalidad de la caballería del usurpador. La confusión es espantosa entre los galos, cuyas filas apenas resisten a fuerza de pundonor y mucha, mucha veteranía. Para colmo, los que no han perecido bajo los cascos de lo caballos o empalados en las largas lanzas de los catafractos lo hacen ahora asaetados por el inmisericorde tiro de los arqueros montados que siguen a su caballería de cerca. La moral se desploma por momentos. De un momento a otro se prevé una desbandada general de horrorosas consecuencias para los occidentales. Entretanto la infantería de Constancio ha recorrido ya a paso firme la mayor parte de la liza y se dispone a iniciar su carga contra el acongojado centro enemigo. Es entonces cuando Magnencio considera perdida la batalla y decide escapar. Fuera insignias de mando, fuera armas lujosas, hasta la capa púrpura y la montura fuerte y de gran alzado es desechada en beneficio del mucho más discreto atuendo de legionario raso. Minutos después Magnencio se ha esfumado ya de la vista de todos, su caballo galopando sin jinete invita a pensar lo peor a sus castigadas tropas. Un nuevo golpe, sin duda, para la ya demasiado quebrantada moral gala.

Pero contra todo pronóstico el final no llega. Compuesto por la flor y nata de los ejércitos romanos, el ejército de la Galia hace gala de su fama logrando recomponer filas (probablemente aprovechando la retirada de los catrafactos una vez agotado el ímpetu de su primera carga) antes de que la infantería enemiga le dé alcance. Es por ello que cuando los orientales llegan por fin a la distancia adecuada para lanzar sus jabalinas se encuentran una sólida barrera de escudos que disipa el mortal ataque con romana eficacia. La batalla adquiere entonces tintes absolutamente épicos, con las dos infanterías enzarzadas en una sangrienta refriega, sin que ninguna de las dos ceda aunque con una marcada ventaja para la occidental, más preparada que la oriental en esas lides de sangre, sudor y hierro. La caballería acorazada intentará repetidamente apoyar a sus compañeros de a pie cargando a todo galope contra el enemigo, mas sus ataques resultan cada vez menos devastadores a medida que los caballos heridos derriban a sus jinetes y las largas lanzas de combate se quiebran en mil pedazos. Tampoco los arqueros se quedarán atrás, disparando sin parar hasta el límite de sus fuerzas y el agotamiento de los carcajes.


De tan espantosa guisa transcurrirá todo el día de la batalla. Exhaustas las destrozadas infanterías, reducidos los orgullosos jinetes acorazados a pelear  pie en tierra y espada en mano tras perder sus monturas, sólo con el declinar de los rayos del sol empezarán a percibirse claros síntomas de desfallecimiento en la hueste occidental. Por fin, alcanzado su límite de resistencia ante fuerzas superiores, el ejército de la Galia se rompe, embarcándose sus miembros en un sálvese quien pueda de más que incierto resultado. Perseguidos por los vencedores, sólo las sombras de la noche lograrán evitar la total aniquilación de los derrotados. Con todo, 25000 de ellos quedarán tendidos en el campo de batalla, las tres cuartas partes del ejército, eso sí: no sin antes haber hecho pagar a los orientales un altísimo precio en la forma de 30000 muertos. Al amanecer del día 29 de septiembre se puede decir que la batalla de Mursa ha terminado. Le ha costado 55000 de sus mejores soldados al Imperio, tal vez el mayor número de bajas experimentado en una sola jornada por el ejército romano en toda su centenaria historia. Las consecuencias de semejante tragedia, acaecida en un momento en el que los enemigos del Imperio se multiplican al otro lado de las fronteras, se prolongarán mucho más allá del corto plazo. De hecho, la futura destrucción del Imperio de Occidente, el más castigado por las bajas, tiene su origen en esta infausta jornada, de la que nunca se llegará a recuperar.


El otoño del 351 y el invierno y la primavera del año siguiente transcurrieron sin más luchas de consideración, prueba evidente de que ambos bandos habían quedado exhaustos tras Mursa y necesitaban tomarse un respiro. Sin embargo, mientras la razonablemente boyante economía del imperio de oriente se las apañó para reponer al menos parcialmente las pérdidas de la batalla, la del imperio de occidente, enfrentada a similar esfuerzo desproporcionado a su capacidad, entró en una caída libre muy fácil de seguir en las acuñaciones monetarias tal y como veremos un poco más adelante.


Interrumpiremos aquí esta segunda parte del relato de la usurpación de Magnencio, cuyo marco cronológico (diciembre 250 – junio 252) coincide con bastante exactitud con la segunda serie de emisiones monetales a nombre de Magnencio, la cual estudiaremos a continuación.

Mientras que las escasas emisiones en metales preciosos descritas en la entrada anterior prosiguieron durante el año y medio que va de finales de 250 a mediados de 252 sin apenas variaciones tanto en tamaño y ley como en carga propagandística de sus motivos de reverso (existe alguna excepción), no se puede decir lo mismo de las emisiones en bronce. Reducida toda su variedad a una Maiorina con un único reverso: VICT(ORIAE) DD NN AVG ET CAE(S) = VICTORIAE DOMINORVM AVGVSTVS ET CAESAR (Las Victorias de Nuestros Señores el Augusto y el César), rodeando a dos victorias aladas una enfrente de otra, sosteniendo una guirnalda con inscripción votiva VOT V MVLT X en dos líneas –tipo básico sujeto a diversas variaciones menores--, posee sin duda alguna una fuerte carga propagandística. Así lo indica efectivamente tanto la leyenda de reverso como su iconografía, donde la referencia a la victoria del Augusto Magnencio y el César Decencio sobre sus enemigos es una clara alusión a la guerra contra Constancio que en esos momentos se estaba librando. En segundo lugar la leyenda de reverso introduce por primera vez una mención al César Decencio lo que indica la decisión firme de Magnencio de no soltar las riendas del poder: el usurpador ha llegado para quedarse y se considera libre de organizar la mitad occidental del Imperio a su gusto. En esta misma línea se puede encuadrar la leyenda de la guirnalda VOT(IS) V MVLT(IS) X -- Votis Qvinqvennalibvs mvltis decennalibvs-- alusiva al compromiso de los soberanos de concluir su primer quinquenio de gobierno (lo que se conoce como Voto Quinquenal) así como a la renovación de su compromiso de fidelidad por otros cinco años más al término de dicho quinquenio (lo que hace diez en total, de ahí la palabra decennalibvs).

El primer gran grupo de maiorinas de este tipo debió ser acuñado todo lo más hasta mediados del año 351. Se trata de un semestre en el que la economía del imperio de occidente, aunque bastante forzada por los gastos militares, todavía no ha empezado a colapsar. En el plano monetal esto se refleja en unas monedas de tamaño similar al de las piezas correspondientes de la emisión anterior (alrededor de 5 gramos de peso y 22 mm de diámetro), con un arte cuidado así como empleando cospeles de grosor y geometría adecuados. Igualmente siguen conservando la marca de valor A, que asigna a la moneda un valor de 100 centenoniales, a la sazón la unidad de cuenta básica. Como no podía ser de otra manera sus protagonistas son Magnencio o Decencio (el reverso, como dijimos, no varía), el primero nombrado como Augusto y el segundo como César (DN DECENTIVS NOB CAES es la variante de leyenda más común). A juzgar por los hallazgos actuales la proporción entre el volumen de monedas acuñadas a nombre de Magnencio y las acuñadas a nombre de Decencio podemos estimarla alrededor de 2,5 a 1. En las siguientes fotografías podemos ver unos excelentes ejemplares de Maiorinas de este primer grupo: la primera acuñada en la ceca de Lugdunum a nombre de Magnencio, la segunda en la de Arelate también a nombre de Magnencio, la tercera nuevamente en la ceca de Lugdunum a nombre del César Decencio al igual que la cuarta maiorina. Por último la quinta moneda es una maiorina a nombre de Magnencio acuñada en su ciudad natal, la gala Ambianum.


En septiembre del 351 Magnencio ataca las provincias danubianas. Emona y Siscia se rinden al ejército de la Galia; la poderosa Sirmium resiste deteniendo el avance enemigo hacia la costa adriática y más allá. Por fin, a finales de mes, Constancio bate a Magnencio en la célebre batalla de Mursa. El resultado inmediato es el apresurado desalojo de Siscia por los occidentales; cuya frontera retrocede hasta Emona. Cesa entonces la incipiente acuñación a nombre de Magnencio en la ceca de la ciudad, forzosamente breve al haber dispuesto de unas pocas semanas nada más. Es por ello que las acuñaciones de Siscia a nombre de Magnencio son bastante escasas y buscadas por los coleccionistas. En las fotografías siguientes podemos observar dos monedas acuñadas en Siscia a nombre de Magnencio, la primera empleando un tipo de reverso ya conocido, el GLORIA ROMANORVM con emperador a caballo alanceando a un enemigo derrotado y la segunda uno nuevo: VICTORIA AVG ET CAES rodeando una imagen del emperador sometiendo a un enemigo derrotado a sus pies con las manos atadas a la espalda. En ambos casos se trata de motivos de gran fuerza propagandística destinados a ensalzar las victorias de Magnencio sobre Constancio.

Como ya dijéramos anteriormente, la economía del territorio controlado por Magnencio, incapaz de soportar por más tiempo tan crecidos gastos militares, comienza a colapsar a poco del retorno del derrotado ejército a sus cuarteles galos. Desesperado por conseguir el dinero suficiente para recomponer sus maltrechas legiones, Magnencio recurre al tan romano procedimiento de reducir el tamaño y la calidad de sus monedas (conservando por lo demás sus características iconográficas). Así, el diámetro de la maiorina disminuye de 22 mm a 19 mm, reduciéndose su peso en un 40% (2,6 grs de media). En otras ocasiones no reduce su tamaño sino que incrementa el valor de las monedas, otorgándoles un valor fiduiciario doble y hasta triple. Así, la moneda que antes equivalía a 100 centenoniales de cuenta, equivale ahora a doscientos e incluso a trescientos centenoniales, todo ello sin que su valor intrínseco varíe un ápice. Magnífico testimonio de esto son las acuñaciones de la ceca de Roma, donde podemos seguir esta brutal retarificación por medio de las marcas de valor que aparecen en sus monedas: letra B y letra griega gamma para las monedas con valor de doscientos y trescientos centenoniales respectivamente. En la siguiente fotografía podemos ver un ejemplar de maiorina reducida acuñado en la ceca de Lugdunum.

Casi resulta innecesario describir como la espiral inflacionista, consecuencia segura de una maniobra en que sin crear riqueza se incrementaba el valor de la masa monetal, acudió puntual a su cita con occidente. Sin otro recurso a su alcance, a Magnencio no le quedará otra posibilidad que la de volver a reducir el tamaño de la maiorina básica hasta unos paupérrimos 14-15 mm o conservar su tamaño retarificándola otra vez. Es en este momento, datable a grandes rasgos en la primera mitad del año 352, cuando podemos datar las monedas con marca de valor gamma. En las siguientes fotografías podremos ver tres excelentes ejemplares de la ceca de Roma con marcas de valor B y Gamma la primera a nombre de Decencio y las otras dos a nombre de Magnencio.


Sin duda debió ser un año muy duro el que transcurrió de mediados del 351 a mediados del 352 para los territorios de la mitad occidental del imperio romano. No obstante unas provincias debieron sufrir la crisis con más agudeza que otras, algo fácil de intuir observando la explosión de imitaciones locales que se detecta en Hispania en este momento. Consecuencia esto último de un agudo desabastecimiento de moneda, clara evidencia de una paralización grave de su actividad económica (lo que se intentaba paliar a fuerza de imitaciones unas más conseguidas que otras), parece razonable asignar a Hispania la triste distinción de haber sido la provincia occidental más sacudida por la crisis del 351-352. A continuación se exhiben dos fotografías de maiorinas de imitación local a nombre de Magnencio –las imitaciones a nombre de Decencio son muy raras--.


Las tres ilustraciones con imágenes de soldados corresponden, la primera, a un legionario de los Herculani, una de las dos unidades de élite al mando de Magnencio. En cuanto a la segunda, podemos ver a tres catafractos con su armadura completa y la lanza larga que los caracterizaba desfilando entre legionarios de a pie con el arco de Constantino al fondo. Por último, la tercera ilustración muestra el atemorizador aspecto que debía tener en la realidad un catafracto, cubiertos de acero como estaban lo mismo montura que jinete.