domingo, 28 de julio de 2019

El castillo de Montalbán. La Orden del Temple en Castilla.

Una de las fortalezas más impresionantes de España, tanto por su tamaño, gallardía de aspecto y estado de conservación como por la belleza del paraje en que se encuentra, es sin duda el toledano Castillo de Montalbán.

Considerado por muchos estudiosos el castillo más importante de la provincia, se encuentra en una finca del ducado de Osuna, en el término de San Martín de Montalbán. Sus orígenes no están claros. No obstante, resulta verosímil conjeturar una génesis musulmana al menos en lo referente a una fortaleza primigenia cuyos restos podrían identificarse con los existentes junto a la Torre del Homenaje del castillo actual. Desde luego su emplazamiento es apropiado para el control de una vía tan importante como la ruta XXV del Itinerario de Antonino que enlazando las plazas de Mérida y Zaragoza comunicaba el este con el oeste peninsulares. La calzada romana, en pleno uso durante los siglos medievales, pasaba por las inmediaciones de la fortaleza, hacia levante, no lejos de la iglesia visigoda de Santa María de Melque que también fuera reutilizada en época musulmana. Probablemente sea ésta la razón principal de la construcción de la fortaleza en una extensa explanada de los contornos, tajada a poniente y septentrión por una profunda garganta tallada por el río Torcón a lo largo de los siglos. Por otra parte se debe destacar también la proximidad del castillo a la orilla izquierda del río Tajo, lo que permite asignar una segunda función estratégica a la obra original musulmana a modo de elemento de la línea defensiva del Tajo, concebida en tiempos del emirato como valladar de la Marca Media andalusí frente al reino de León.

Foto 1.- El castillo de Montalbán visto desde su frente sudoriental: el más fortificado al dar a tierra llana.

Fuera como fuere lo cierto es que la fábrica principal del castillo es obra cristina de finales del siglo XII mandada levantar por la Orden del Temple, que había recibido la posesión de la zona en una fecha imprecisa situada entre 1150 –fecha de la donación de Calatrava al Temple—y 1181, en que se documenta de modo fehaciente la existencia de un convento templario llamado Santa María de Montalbán: una de las cinco bailías (lugar donde se instruían sus capellanes) con que contara en Castilla la Orden. La nueva fortaleza, cabeza de una encomienda muy dilatada en extensión, era enorme, masiva, con 700 m de perímetro y 16500 m2 de superficie en su mayoría diáfana tal y como indica la casi total ausencia de vestigios de estructuras que se observa en su patio de armas. Transmite una sensación de sobredimensionamiento incompatible con su valor estratégico, considerable pero no de primera fila, y su carácter rural (en sus alrededores nunca hubo asentamiento alguno, estando el más cercano –la Puebla de Montalbán- a 16 km). Semejante recinto requería por fuerza de un nutrido contingente de defensores, demasiados sin duda para los efectivos de la Orden jerosolimitana: rica e influyente mas corta de miembros en este rincón de Europa. El caso es que desconocemos los motivos que llevaron al Temple a construir tan magno castillo, para el que fallan la práctica totalidad de los argumentos que justifican la razón de ser de una fortaleza. Quizás tenga algo que ver con el carácter mistérico de la institución que conllevaba la búsqueda de lugares apartados a la hora de erigir sus centros principales, donde se celebraban ceremonias tan simbólicas como las de iniciación de los nuevos caballeros. Posiblemente el castillo de Montalbán fuera uno de estos enclaves privilegiados.

En el año 1210 Alfonso VIII cedió la incipiente aldea de la Puebla al noble vallisoletano Alonso Téllez de Meneses junto con las fortalezas de Malamoneda y Dos Hermanas, ambas fundaciones templarias contemporáneas del castillo de Montalbán localizadas en la vertiente septentrional de los Montes de Toledo, muy cerca de cierto paso (el puerto del Milagro) que atravesando los Montes comunicaba el alfoz toledano con las inseguras tierras del sur. El dominio territorial de la encomienda de Montalbán debió verse, pues, significativamente reducido, si bien las mejores tierras que poseía se hallaban hacia el oeste, en los términos de las modernas Cebolla, Castillo de Bayuela, Casarrubios y el Carpio, por lo que tampoco debió verse mermada en exceso su riqueza.

Foto 2.- Vista del interior del castillo de Montalbán desde el camino de ronda, junto a la entrada a la Torre del Homenaje. Llama la atención su desproporcionada extensión, mucho mayor de lo normal en las fortalezas de la época, máxime al encontrarse prácticamente vacía de señales de pretéritas edificaciones.

Tras la forzosa disolución de la Orden del Temple aprobada en el concilio de Vienne (1308), Montalbán, como el resto de las posesiones templarias, pasa a manos regias. Parece ser que el castillo estaba casi desguarnecido en el momento de su entrega a los enviados reales, todo lo contrario que el cercano castillo de Villalba, donde los caballeros ofrecieron alguna resistencia. Una posible explicación de este extraño suceso, habida cuenta que Montalbán era mucho mejor fortaleza, puede buscarse en el excesivo tamaño de éste lo que aconsejaría al reducido número de miembros de la Orden en la comarca su encastillamiento en Villalba, más pequeño y por ello factible de defender.

Montalbán permanecerá en poder de la corona hasta que Alfonso XI (1311-1350) lo dona a Alfonso Fernández Coronel, señor de Aguilar y Torija entre otras posesiones. Muerto el monarca, le sucede su hijo Pedro, apodado el Cruel. Alfonso Fernández se sublevará pronto contra el nuevo rey allá en sus feudos andaluces, durando la contienda 3 años al cabo de los cuales es derrotado. Se dice que don Alfonso, ante la inminencia de su ejecución ordenada por el implacable monarca, pronunció la célebre frase: “Esto es Castilla, señores, que hace hombres y los gasta”, fiel descripción no sólo de la Castilla sino de la España de entonces y la de todo tiempo en realidad.

El rey Pedro despojaría a la familia del finado don Alfonso de su encomienda de Montalbán, entregándosela a su hija Beatriz, que había tenido con su amante María de Padilla, quien por cierto esperaría allí a su regio compañero mientras éste acudía a Valladolid a casarse con la princesa gala Blanca de Borbón. Tan sólo dos días permanecería el monarca con su flamante esposa, retornando a todo galope a Montalbán donde se reuniría con su amada, sin querer volver a ver a doña Blanca.

Foto 3.- Vista del frente suroriental del castillo, el más expuesto al ataque enemigo dada su orientación hacia terreno llano y por ello también poderosamente fortificado con las torres y murallas que se ven en la fotografía. Esta imagen es la que se encontró la vanguardia del rey de Castilla al llegar a Montalbán, con la excepción de la torre redonda y la barrera que aparecen en primer plano, de cronología algo posterior.

Montalbán y su alfoz –el llamado “Estado de Montalbán”--, que se extendía por los modernos términos de La Puebla, San Martín, el Carpio, Mesegar y Gálvez, iría cambiando de dueños al hilo de la turbulenta situación política del siglo XIV castellano. También cambiaría su fisonomía, reforzada poderosamente por dos enormes torres albarranas, las más grandes de la península, un potente antemuro cuajado de saeteras y una Torre del Homenaje, no muy grande pero surcada de angostos pasadizos flanqueados por troneras que convertían su conquista en una empresa realmente difícil. El resultado sería una fortaleza casi inexpugnable para los medios de la época, algo que le vendría muy bien a la corona castellana tal y como veremos a continuación...

El 7 de marzo de 1419, a la corta edad de 15 años, el primogénito del finado rey Enrique III fue entronizado por las Cortes de Castilla y León con el nombre de Juan II. Acababa así una difícil minoría de edad en la que no habían faltado los roces entre los dos bandos en que se habían dividido aquéllos que se disputaban el control del reino. Dichas facciones representaban respectivamente a la Corona y a la nobleza más poderosa, obstinada en acaparar cada vez mayor poder en detrimento de la monarquía Trastámara. A modo de cabezas de cada facción se encontraban por un lado la madre del nuevo rey, Catalina de Lancaster y por otro el tío de éste, Fernando de Antequera, rey de Aragón desde 1412 al que sucederían (1416) sus hijos, los Infantes de Aragón (especialmente Juan, duque de Peñafiel y Enrique, Maestre de Santiago, apoyados en la sombra por su hermano mayor, el rey Alfonso V de Aragón y por el rey de Navarra). 

El nuevo rey, aunque persona de valía, carecía sin embargo del carácter necesario para dirigir un reino tan crispado. Consecuencia de todo esto fue el imparable ascenso del don Álvaro de Luna, paje de don Juan desde su más tierna infancia lo que había fraguado en una amistad sincera hasta el punto de ser considerado el depositario del poder regio al tiempo que su más firme defensor frente a las pretensiones de la nobleza y de los infantes de Aragón.

Foto 4.- Vista de la barrera artillera construida en la segunda mitad del siglo XV como defensa del pozo al que se alude en nuestra historia; cuyo brocal, por cierto, todavía puede verse en el extremo de la barrera. Mucho debieron contribuir a tomar la decisión de proteger este punto débil de la fortaleza los sucesos de 1420. Por otra parte, hay que decir que el castillo disponía de grandes aljibes para el almacenamiento de agua en caso de asedio sin tener que recurrir necesariamente a este pozo para proveerse del líquido elemento.

La tensión entre las dos facciones alcanzaría su cenit la noche del 14 de julio de 1420 cuando, estando la corte reunida en Tordesillas, se personó el infante don Enrique a la cabeza de un numeroso grupo de hombres armados, secuestrando a todos los allí presentes, incluidos pos supuesto el rey y a don Álvaro de Luna. Rígidamente custodiados, los prisioneros del aragonés fueron trasladados a Segovia y de ahí a Ávila, hasta quedar finalmente recluidos en Talavera, ciudades las tres afectas a don Enrique.

Tan audaz golpe de mano, conocido como el “Atraco de Tordesillas”, devendría en una situación explosiva protagonizada esta vez por el infante don Juan quien, receloso de las mercedes que su hermano Enrique podía sacarle a la fuerza al rey de Castilla, no dudó en poner en pie de guerra sus mesnadas, dispuesto a enfrentarse a su hermano antes de que su poder se hiciera demasiado grande. Rozaba, como se ve, el reino la guerra civil y aún habría de aproximarse todavía más a ella al enterarse don Juan de que su hermano había logrado intimidar al rey Juan lo suficiente para obtener el consentimiento real a su matrimonio con su hermana Catalina así como concederle el enorme señorío de Villena, en la frontera entre Castilla y Aragón. Con toda seguridad el futuro de Castilla hubiera sido bastante incierto de haber continuado el monarca prisionero de don Enrique. Sin embargo, la Historia nos cuenta como don Álvaro de Luna, que durante el cautiverio no había dejado de intrigar en favor de don Juan, logró al fin preparar su fuga. Ésta se produjo el 29 de noviembre aprovechando la excusa de una partida de caza y el apoyo proporcionado por gentes leales al monarca cuyos nombres no recogen las crónicas. No obstante, las circunstancias continuaban siendo en sumo adversas para el monarca, toda vez que debido a las singulares características de su evasión sólo pudo llevar consigo un puñado de caballeros, entre los que destacaban el propio don Álvaro de Luna, el conde Fadrique y el de Benavente: en cualquier caso un acompañamiento de todo punto insuficiente para hacer frente a la hueste que el aragonés enviaría tras de ellos en cuanto tuviera noticia de la fuga de tan valioso prisionero.

Foto 5.- Puerta principal del castillo de Montalbán. En muy buen estado de conservación, fue tomada por Diego López de Ayala y Pero Carrillo de Huete ante el estupor de la guarnición de la fortaleza.

Cabalgando sin descanso, el rey y sus compañeros llegaran hasta el paso de barcas de Malpica, a la sazón el primer punto por el que se podía cruzar el Tajo aguas arriba de Talavera, donde desecharon la protección de la fortaleza de Malpica, inmediata al paso, por no ser lo suficientemente “defendedera” y sí demasiado próxima a la guarida de su antagonista aragonés. Por idénticas razones debieron despreciar también el castillo de Villalba, localizado en la orilla opuesta del río. Debió ser entonces cuando los custodios del monarca, persuadidos de que don Enrique ya habría salido tras de ellos, se apercibieron de que la única opción que tenían era llegar a Montalbán, mucho más fuerte que los anteriores, y fortificarse allí antes de que les diera alcance. Dicho y hecho tomaron el camino de la fortaleza; en su contra llevaban la seguridad de que la guarnición del castillo no iba a recibirlos con los brazos abiertos. Y es que no en vano el señorío de Montalbán era propiedad por entonces de Leonor de Alburquerque, viuda de don Fernando de Antequera y reina por ende de Aragón: a la sazón madre del perseguidor de aquéllos que pretendían acogerse entre los muros de su castillo.

Alboreaba el nuevo día cuando los fugitivos divisaron el castillo de Montalbán. Adelantándose al grupo partieron dos caballeros a fin de examinar el entorno de la fortaleza. Debían estar ocupados en tal menesteres cuando se abrió la puerta principal del recinto. Escondidos como estaban, vieron salir a un mozo sacando un asno a abrevar al pozo que aún hoy se encuentra a pocos metros del flanco SE del castillo.

En vista de que difícilmente podía presentarse mejor oportunidad de entrar en la fortaleza, Diego López de Ayala y Pero Carrillo de Huete, así se llamaban los caballeros, resolvieron dar un golpe de mano. Para entonces ya debían haberse percatado de que el castillo estaba casi sin guarnición, práctica por otra parte habitual en aquellas fortalezas alejadas de las zonas de conflicto donde bastaba con mantener una presencia testimonial que se encargara del mantenimiento del edificio así como de mantener a raya a los bandidos. Momentos después los dos valientes caballeros se apoderaban de la puerta por la que saliera el mozo y también de la Torre del Homenaje, muy próxima a esta. No tardaría en reunirse con ellos el resto del grupo, enseñoreándose entre todos del castillo sin que la sorprendida guarnición acertara a impedirlo.

Foto 6.- Esta es la zona más fortificada del castillo, a la sazón la única que proporciona ciertas posibilidades de habitación, de ahí que podemos identificarla como el lugar donde paso Juan II todo el asedio. Se trata de una gran torre albarrana –cegada—sobre la cual se yergue la arruinada Torre del Homenaje. Precediendo el conjunto así como dominado por éste se encuentra un sólido antemuro cuajado de saeteras.

Lejos de echarse a descansar tras aquel triunfo, don Álvaro de Luna consintió en disminuir sus ya de por sí reducidas fuerzas a cambio de enviar jinetes que avisaran a las poblaciones vecinas del apurado trance en que se encontraba su monarca en Montalbán. Probablemente el de Luna debía contar de antemano con la fidelidad de aquellas gentes sencillas pues en caso contraria no se explica que hiciera lo que hizo.

Entretanto don Enrique había perdido unas horas cruciales al tener que cruzar el Tajo en varios viajes por la misma barca que utilizara el rey. Todavía no había llegado, de hecho, el de Aragón a la vista de Montalbán cuando una cincuentena de ballesteros procedentes de Montalbán, Gálvez, Pulgar y Jumela arribó a la fortaleza con gran alborozo del rey que podía ahora presentar una resistencia más que disuasoria a cualquier intento de asalto por parte de sus perseguidores.

Foto 7.- Adarve o camino de ronda del castillo de Montalbán. Desde aquí vigilaban los hombres del rey Juan los movimientos del enemigo.

Cuando finalmente el infante se presentó ante Montalbán conminó al rey a que saliera del castillo y retornara con él a Talavera. Cómo respuesta recibió una rotunda negativa que unida a las numerosas cabezas que se divisaban en los adarves del castillo llevó al de Aragón a ordenar su cerco, persuadido de que el hambre y la sed rendirían la voluntad regia. De esta manera comenzaron a transcurrir los días, agotándose rápidamente las escasas vituallas que había en la poco preparada fortaleza. Decidieron entonces los sitiados comerse los caballos que hasta allí los trajeran, empezando por el del propio rey. No en vano aquellos nobles animales representaban la diferencia entre aguantar un poco más o desfallecer de hambre. Por su parte las gentes de los contornos hicieron cuanto pudieron por aliviar la situación del rey y sus allegados, mas lo cierto es que sólo pudieron introducir un poco de pan y queso; tal era en verdad la dureza del cerco impuesto por don Enrique, cuya única muestra de interesada piedad consistía en enviar cada día el alimento necesario para la manutención del rey. Se entiende pues que, acabadas tiempo ha las provisiones, en trance de agotamiento una carne de caballo que por otra parte no había modo de conservar, los sitiados se angustiaran ante la evidencia de que el tiempo corría en su contra. En realidad, a esas alturas del asedio la única esperanza de Juan II descansaba en el éxito de la maniobra diplomática que don Álvaro de Luna iniciara a poco de encerrarse en Montalbán por medio de un oportuno jinete. Orientada a convencer al infante don Juan para que alejara a su hermano del castillo –lo que en la práctica sólo podía conseguir penetrando en los dominios de don Enrique a fin de que éste tuviera que acudir en su defensa, levantando previamente el asedio—, la argumentación de don Álvaro se apoyaba en la obligatoriedad de que el monarca no volviera a caer en poder de don Enrique sino se quería ver roto de nuevo el equilibrio de poder entre las distintas facciones en litigio. 

Por fortuna para Juan II la estrategia de su valido resultó ser adecuada, quedando sellado el pacto entre el infante aragonés y el noble castellano. De esta manera, a los 23 días de asedio, cuando el fantasma del hambre había tomado ya aterrador cuerpo, don Enrique ordenó levantar el cerco. Atrás quedaba el joven rey: codiciada presa por cuya adquisición no tuvo reparos el infante en poner a Castilla al borde de la guerra civil y que sin embargo ahora se alzaba como un auténtico soberano, mucho más fuerte que antes de los sucesos de Montalbán, cuando no era más que un pelele a disposición del primer noble con arrestos suficientes para imponerle su voluntad.

Foto 8.- Montalbán. Vista de uno de los lienzos de la muralla del castillo. Conserva buena parte del almenado.

Nunca más volvería a peligrar el trono de Juan II. No obstante la situación estaba todavía lejos de aclararse de ahí que don Álvaro de Luna tuviera que reafirmarse en su pacto con el infante don Juan en un maniobra de contemporización hasta lograr reunir las suficientes fuerzas para enfrentarse a los revoltosos aragoneses. Una vez alcanzado éste objetivo, no vacilaría en devolver a don Enrique la afrenta de Tordesillas. Para ello lo hizo acudir a Madrid valiéndose de una serie de promesas de reconciliación y mercedes, capturándolo en cuanto lo tuvo frente a sí. Entonces don Álvaro se apresuró a confiscar los bienes del infante así como a reprimir duramente a sus partidarios con el subsiguiente rosario de deserciones de la causa enriqueña. Todo esto se llevó a cabo con la aquiescencia del rey que veía como su trono se consolidaba en la misma medida que su enemigo era reducido a la nada. Corría por entonces el año 1422 y don Álvaro estaba alcanzando enormes cotas de poder, llamadas a culminar en el nombramiento de Condestable de Castilla: segunda dignidad del reino después del monarca. 

El agradecido rey Juan cedería a su valido el castillo de Montalbán en 1430 si bien la donación no se hizo efectiva hasta 1437. Como quiera que nadie mejor que don Álvaro era consciente tanto del gran valor militar de la fortaleza como de sus puntos débiles, no dudó en invertir cuantiosos caudales en soslayar tales deficiencias. Sobre todo se centró en la guarda del pozo exterior, cuyo empleo a la ligera se había revelado como sumamente arriesgado para los defensores del castillo. Fue entonces cuando se construyó la barrera artillera que cerca hoy en día el citado pozo, a la postre flanqueada por una torre circular horadada de troneras. También se labró una baluarte de planta pentagonal, hoy casi destruido por completo, cuyo objetivo era batir de enfilada la entrada principal del castillo. En los tres casos se trataba de defensas muy avanzadas, específicamente concebidas para el empleo de la artillería de los primeros tiempos.

Foto 9.- Vista completa de la torre albarrana más meridional. A diferencia de su compañera, no presenta el vano central cegado. Labradas ambas en el siglo XIV, son las albarranas más grandes de la península. Sin duda debieron constituir un valiosísimo refuerzo para el recinto básico, de época templaria.

La fortaleza permanecería en manos de la casa de Luna hasta 1461 en que el rey Enrique IV la cede a su consejero don Juan Pacheco, marqués de Villena, quien anhelaba poseerla. Sus sucesores irían transmitiéndose la posesión hasta llegar a manos de la casa de Osuna, actuales propietarios de la misma. En la actualidad la fortaleza está semiabandonada (apenas se interviene en ella) aunque por fortuna bastante íntegra. Sin duda es uno de los ejemplos de castillo medieval más interesantes que existen en España, siendo su visita de todo punto recomendable para el amante de la Historia.

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