La Diarquía
Si hubiera que hacer un clasificación con los tipos de monedas capaces de catalizar con eficacia el proceso de “enamoramiento numismático” por el cual el mero curioso termina convirtiéndose en coleccionista, tal vez de por vida, no podríamos dejar fuera de ella a las acuñaciones de la Primera Tetrarquía: monedas por lo general grandes, muy vistosas, con caracteres atractivos y lo que es más importante: asequibles para el coleccionista medio incluso en calidades elevadas. Dediquemos, pues, esta entrada y la siguiente a hablar un poco acerca de estas magníficas monedas y de la época que las creara.
Corrían los meses finales del año 284 d.C. y el emperador Numeriano, hijo del finado Caro, acababa de morir (no se está seguro si de muerte natural o provocada) en algún lugar cercano a la ciudad siria de Emesa. Reunida la plana mayor del ejército de oriente romano, que venía de librar una exitosa campaña contra el imperio persa, decidieron por unanimidad proclamar como nuevo emperador al general de la caballería romana, un ilirio de extracción humilde llamado Diocles. Empezaba aquí el largo reinado del emperador Diocleciano, tan importante para el futuro de Roma.
No habrían de ser sencillos los primeros pasos en el gobierno del nuevo emperador pues enseguida tuvo que embarcarse en una nueva campaña contra Carino, hermano de Numeriano, que se había hecho proclamar emperador en Roma adonde había llegado procedente de la Galia a poco de enterarse de la muerte del padre de ambos. Derrotado por fin Carino no sin muchas dificultades, Diocleciano se dio cuenta de que la corrupta y decadente estructura de poder romana, tan proclive a fomentar la transmisión de la púrpura por medio de la intriga, la guerra civil y el asesinato, no podía traer a medio plazo buenas consecuencias ni para el Imperio ni para su propia persona. Es por ello que decidió implantar un sistema que asegurara la gobernabilidad del imperio al tiempo que redujera al mínimo el riesgo de usurpaciones violentas, tan habituales a lo largo del siglo III.
Lo cierto es que Diocleciano era consciente de que el enorme tamaño del imperio constituía el problema de fondo que dificultaba sobremanera todo intento de gobierno exitoso. En efecto, resultaba inevitable el surgimiento de toda clase de problemas a lo largo y ancho de tan descomunal entidad política, los cuales era humanamente imposible que fueran resueltos personalmente por un solo emperador, por impetuoso que éste fuese. Esto provocaba que el emperador tuviera que delegar la resolución de parte de estos problemas en subalternos que, con demasiada frecuencia, aprovechaban la coyuntura para hacerse proclamar a sí mismos emperadores valiéndose naturalmente de los medios, en forma de tropas y dinero, que le habían sido entregados para resolver los problemas en cuestión. De ahí al asesinato o la guerra civil había casi siempre menos que un paso.
Enfocado el problema desde este punto de vista, Diocleciano albergó una solución basada en la creación de una suerte de “colega imperial” de menor rango pero investido de autoridad plena que pudiera llegar allá donde él, en su limitada capacidad humana, no pudiera hacerlo. De esta manera era previsible que se pudiera atender correctamente a todos los problemas sin riesgo alguno de usurpación pues al fin y al cabo el emperador secundario ya gozaba de prerrogativas similares a las de Diocleciano, al que poco o nada tenía que envidiarle. Esta figura política sería conocida como el César, reteniendo Diocleciano el título superior de Augusto. Aunque no era precisamente una innovación (la figura del coemperador secundario ya tenía antecedentes en la historia romana: el caso más significativo es el de Marco Aurelio y Lucio Vero), sí que era nueva la condición jurídica de la misma: mucho más precisa que en las anteriores ocasiones y lo que es más importante: con vocación de continuidad. Acababa de nacer así la idea de la Diarquía, llevada a la práctica (verano de 285) con la entronización en Milán del César Maximiano, a la sazón uno de los militares más competentes con los que contaba el ejército imperial.
Divididas las áreas de influencia de ambos monarcas, Diocleciano se reservó el dominio sobre el área oriental del imperio, dándole a Maximiano la responsabilidad sobre la occidental. La decisión era de todo punto lógica ya que Diocleciano, que a pesar de su exitosa carrera en el ejército siempre se había destacado más por sus dotes políticas que militares, era el más indicado para gobernar la zona más rica, industriosa y a la vez pacífica del imperio, mientras que el “amigo digno de confianza y competente militar, aunque un tanto maleducado” –así define a Maximiano el cronista Aurelio Víctor—resultaba que ni pintado para meter en cintura a todos los alborotadores tanto internos –rebeldes bagaudas y el sublevado Carausio en Britania— como externos –invasores germanos de toda laya—que un año tras otro ponían “patas arriba” a la sufrida porción occidental desde hacía décadas. Finalmente, Maximiano sería ascendido por Diocleciano a la categoría de Augusto el 1 de abril de 286, al objeto de reforzar su autoridad de cara a la lucha contra el citado rebelde Carausio que se había hecho proclamar emperador en Britania con el apoyo de tres legiones completas.
El sistema funcionaría relativamente bien durante algunos años, señalando como logro principal el fin de las incursiones germanas en territorio romano a resultas de unas durísimas incursiones de castigo. Durante ese tiempo Diocleciano, señor de Oriente y a todas luces bastante penetrado en los usos políticos del mundo oriental, se había encargado de ir modelando la institución imperial a formas desconocidas hasta entonces. En efecto, en el año 287 decide arrogarse el titulo de Iovius, reservando a Maximiano el algo inferior título de Herculius (de ahí que con frecuencia se nombre a este emperador Maximiano Hércules). Esta nueva titulatura, de clara connotación religiosa y sin precedente alguno en la historia de Roma, era de todo punto habitual, entiéndase que con sus dioses respectivos, en la propia de los monarcas orientales a los que Roma sometiera durante su expansión o, sin ir más lejos en el tiempo, en los de la monarquía sasánida. En la práctica, más allá del simbolismo, implicaba el abandono por parte de los Diarcas del “primus inter pares” augusteo --expresión por la cual el primer emperador se definía así mismo como un ciudadano más si bien el primero de ellos-- colocándose en un nivel superior al de sus súbditos en sus calidades de protegidos de Júpiter y Hércules respectivamente. De esta manera la figura de los dos Diarcas, superiores ya a los meros mortales aunque sin llegar al rango de divinidad, sólo alcanzable tras la muerte, adquiría una pátina de inviolabilidad que en una sociedad tan religiosa a su manera como la romana proporcionaba cierto de grado de protección frente a potenciales usurpadores. Y es que ciertamente no era la mismo pretender arrebatarle el trono a un emperador-ciudadano, al mismo nivel jurídico que el potencial usurpador que cometía así un acto ilegal pero no necesariamente inmoral y muchos menos pecaminoso, que a un emperador protegido por el supremo padre de los dioses, afrentar al cual constituía teóricamente un grave sacrilegio que no todos los ambiciosos estaban dispuestos a cometer.
Con esta innovación en la institución imperial romana, de profundísimo calado aunque a buen seguro los contemporáneos no lo percibieran así, da comienzo el llamado Bajo Imperio romano. Este estado bajoimperial, aunque similar en las formas al altoimperial, lo será mucho menos en el fondo, no distinguiéndose demasiado en la práctica, más allá del ambiente romano habitual (militarismo, urbanismo, simbolismo exacerbado, etc), de cualquier reino coetáneo o anterior oriental. Dicha equiparación será cada vez más aguda a medida que se desarrolle la historia del bajo imperio en lo que supone la culminación del proceso de orientalización del imperio romano iniciada en una fecha tan temprana como el siglo I d.C., proceso éste que alcanzará su cenit tras la caída del imperio de occidente a finales del siglo V y la prosecución en solitario del imperio de oriente durante toda la Edad Media.
En cuanto a las acuñaciones de Diocleciano y su socio Maximiano durante los años de la Diarquía (285-293), éstas siguen el patrón de los reinados inmediatamente anteriores basado casi exclusivamente en el antoniniano (o aureliano) de vellón muy bajo o bronce directamente, de diámetro bastante estable alrededor de los 19 mm y correcta factura técnica, todo ello muy mejorado desde el punto de vista estético gracias el característico plateado superficial que daba lugar a monedas de gran belleza. Los retratos, aunque carentes ya del realismo de pasados tiempos, todavía conservan cierto espíritu individualizador. Pero lo más interesante de estas monedas son indudablemente sus reversos, magnífico testimonio del afán de Diocleciano (auténtico cerebro de la Diarquía, siendo el inculto Maximiano más un ejecutor que otra cosa) por grabar bien profundo en el cerebro de sus súbditos la especial relación que unía a los diarcas con Júpiter y Hércules. Así, tras una primera época (antes de la sublimación religiosa del 287) en la que encontramos los típicos reversos de alegorías tan habituales en la numismática romana, comienza una segunda época marcada por una constante referencia a las divinidades tutelares joviana y hercúlea, especificando en todo momento su carácter de protectores de los diarcas. Se trata, pues, de propaganda en estado puro, muy al estilo de las acuñaciones romanas de todas las épocas.
Disfrutemos a continuación de algunos bonitos ejemplos de estas interesantes monedas:
Ejemplar acuñado en los meses finales del año 285 o primeros de 286 en la 4ª oficina (la D del campo) de la ceca de Lugdunum. Muestra reverso clásico FELICITAS AVG, con alegoría de la felicidad estante, levantando caduceo y apoyada en pequeña columna. Sin duda está acuñada antes de la proclamación de Maximiano como Augusto ya que la leyenda de reverso utiliza la fórmula AVG (AVGVSTI) en referencia a un solo emperador en lugar de AVGG (ver moneda siguiente) (AVGVSTORVM) empleada cuando se trata de dos emperadores (augustos).
Moneda acuñada en la tercera oficina de la ceca de Ticinum hacia el año 288 d.C. El reverso IOVI CONSERVAT(ori), traducible como “A Júpiter, el Protector” es un testimonio perfecto del intento de Diocleciano por “autoasignarse” la protección del líder del panteón romano. La moneda muestra a JUPITER estante, mirando a izquierda. Porta un relámpago en la mano derecha y un largo cetro en la izquierda. Letras latinas TXXIT bajo línea de exergo.
Magnífico ejemplar con la inmensa mayoría del plateado original bien conservado. Acuñada en la primera oficina de Lugdunum en el año 289 d.C. Su reverso participa del mismo espíritu que el de la moneda anterior, con leyenda IOVI TVTATORI AVGG, esto es “a Júpiter, Tutelador (protector) de los Emperadores”.
Antoniniano de Maximiano con su divinidad tutelar, Hércules, representada en el reverso (Júpiter aparece en las monedas de Diocleciano y Hércules en las de Maximiano). Acuñada en la 4ª oficina de Lugdunum hacia finales del 287 o primeros del 288 d.C. La leyenda de reverso podría traducirse como “a Hércules, el Pacificador”, lo que indica que la moneda debió ser acuñada en conmemoración de la victoria sobre las tribus burgundias y alamanas que hostilizaban el limes renano, triunfo ésta conseguido a finales del verano de 287.
Muy interesante moneda en tanto en cuanto condensa en su reverso toda la filosofía de Diocleciano acerca de la protección divina. En efecto, podemos observar una representación de JÚPITER estante a derecha, portando un orbe en la mano derecha y un cetro en la izquierda. Frente a él, HÉRCULES, a izquierda, provisto de los atributos propios: la maza y la piel de león, ambos sujetos con la mano izquierda. En la derecha sujeta otro orbe rematado con una victoria alada que levanta una corona de laurel en actitud de coronar a Júpiter. Las dos divinidades tutelares de la Diarquía se encuentran rodeadas por la leyenda IOVI ET HERCV CONSER AVGG, contracción de Iovi et hercvli conservatoris avgvstorvm o lo que es igual “Júpiter y Hércules, Protectores de los Augustos.” Como se suele decir, más claro, agua. Acuñada en la quinta oficina de Antioquía a lo largo del periodo 287 – 290 d.C.
En las fotografías de los bustos vemos primero a Diocleciano, luego a Maximiano Hércules y por último de nuevo a Diocleciano.
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